Tradicionalismo revolucionario

4 noviembre, 2011 § Deja un comentario

«Si queremos salvar la familia debemos revolucionar la nación»

(G. K. Chesterton)

En los distritos textiles de la Inglaterra del primer industrialismo las inglesas fueron pioneras en la agitación política y social, fue en estos distritos en los que habían accedido a un nuevo status económico por medio de su dedicación al trabajo. En los últimos años del XVIII formaron sociedades femeninas de servicio y clases metodistas femeninas. Las guerras napoleónicas llevaron a las inglesas al trabajo de forma masiva y acelerada, de modo que ya en 1818 y 1819 se fundan las primeras Sociedades Femeninas de Reforma en Blackburn, Preston, Bolton, Manchester y Ashton-under-Lyne. También entre 1815 y 1835 se organizan trade-unions  entre mujeres obreras.

El radicalismo político de las inglesas, trabajadoras de la industria textil del Norte, estaba hecho de nostalgias de un estatuto perdido, lo que las arrojaba a la defensa de unos derechos afirmados en su reciente situación. Su nueva independencia, derivada del trabajo en la fábrica o en el telar manual durante toda la jornada, era percibida como una pérdida no sólo de su estatuto tradicional, sino también de su independencia personal. Las inglesas pasaron a depender de modo estricto del patrono y del mercado laboral frente a un pasado todavía reciente en que los ingresos domésticos – procedentes del hilado, la cría de aves de corral y de otras faenas domésticas análogas – se lograban sin abandonar labores de la propia casa. La vieja economía doméstica, lo mismo que la economía campesina, sostenía un estilo de vida centrado en el hogar y en el que la voluntad personal prevalecía sobre cualquier disciplina exterior sobrevenida.

Cada estadio en la diferenciación del trabajo y la especialización industrial contribuía a la quiebra de las relaciones habituales o tradicionales entre marido y mujer, padres e hijos y, especialmente, profundizaba la brecha entre trabajo y vida. Tras un siglo esta escisión arrojaría una multitud de maquinas de servicio doméstico que ahorrarían trabajo en un ámbito ya disuelto por la nueva sociedad. En cualquier caso, la nueva situación exigía «…que la familia se disolviera brutalmente todas las mañanas al toque de la campana de la fábrica, con la particularidad de que la mujer, ama de casa y al tiempo asalariada, sentía a menudo vivir en lo peor de los dos mundos, el doméstico y el industrial» (E. P. Thompson. vol. II. pág. 325)

Las reformistas de Bolton recibieron a W. Cobbett en 1819 con el siguiente discurso: «Antes podríamos haberte dado la bienvenida ofreciéndote la mesa de la hospitalidad inglesa, hecha con nuestra labor. Antes te habríamos saludado con la cara sonrosada de las mujeres inglesas. Te habríamos enseñado nuestras cabañas, que nada envidiaban en limpieza y arreglo al palacio de nuestro rey». Asimismo en Blackburn la queja es constante ante el espectáculo de las casas «huérfanas de todo adorno». Pero, sobre todo, sufrían y exigían a causa de sus hijos: «Cada día se nos encoge el corazón viendo a estas pobres criaturas devorar con avaricia el triste alimento que algunos no darían a sus cerdos».

W. Cobbett consolidaría su prestigio ante las radicales inglesas tras la publicación de su Cottage Economy. Jamás prestó atención a la idea del sufragio femenino, así como tampoco las propias Sociedades Femeninas de Reforma promovieron tal reivindicación. Sin contradicción alguna con esta posición W. Cobbett estaba a una distancia infinita de cualquier desprecio. Escribió: «¡Como si las mujeres sólo hubiesen sido hechas para cocer harina de avena y barrer las habitaciones! ¡Como si las mujeres no tuvieran una inteligencia! ¡Como si Hannah More y el código de la gentry hubiesen reducido a las mujeres de Inglaterra al nivel de las negras de África! ¡ Como si Inglaterra no hubiese tenido nunca una reina…!»

Semejante radicalismo tradicionalista se encuentra también en el punto de vista de la sans-culotterie que busca una distribución de la propiedad a la escala de las familias, a la vez que parece incapaz de asimilar la idea burguesa de propiedad privada individual y absoluta. Tampoco pudieron entender la estricta abolición de los privilegios corporativos que, contra sus cofradías y hermandades de oficio, acabara decretando la ley Le Chapelier en 1791 y cuyo sentido reproducen en suelo inglés las Combination Acts en torno al 1800.

Pero se perderá el recuerdo del tiempo anterior al despegue industrial y las generaciones sucesivas buscarán, en un metafísico futuro, la utopía social perfectamente liberadora. La primera generación revolucionaria buscaba, paradójicamente, la gran restauración.

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