12.06.2024

16 junio, 2024 § Deja un comentario

Bruce Springsteen actuó tres noches en Madrid y tuve ocasión de asistir, casi cuarenta años después, a uno de sus conciertos. Sin la agilidad, ni la voz del joven de los años ochenta, Springsteen mantiene hoy la dimensión de un mito. En principio iba a acompañar a mi hijo de dieciséis años. En el último momento aproveché la ocasión de adquirir dos entradas para la pista delantera, con lo que me encontré con cuatro entradas. Él se pegó al escenario con un joven amigo, yo me senté en la grada próxima con una cerveza y una amiga que conoce de memoria cada una de las canciones del artista.

Todo diseñado para la exaltación y el grito, el concierto empezó tarde. Los músicos saludaban al salir del foso, a distinto ritmo y con estilos diversos. Una mascarada amable que dejaba claro el terreno en que se presentaba el espectáculo, iba a tener ocasión de medir la calidad del mito. Springsteen subió los peldaños con agilidad, pero con la gravedad propia de su edad y se desató un entusiasmo que, tiempo atrás, me habría desagradado. Esta vez grité con fuerza, sin embargo, dispuesto a contribuir a esa, aunque falsa, luminosa apoteosis.

Afortunadamente, me equivoqué. Había un elemento épico en la atmósfera, pero no se trataba de divinización alguna, Springsteen no es un divo, es un fabuloso mito. Ignoro la distancia a la que Tylor Swift se sitúa de su auditorio, pero medir su vida en términos de Eras da una idea de una desmesura que se manifiesta, también, en la misma dimensión de su escenario y la tecnología sin proporción de su espectáculo. Springsteen, también envuelto en una magnitud sobrecogedora, se aproxima – sin embargo – hasta el abrazo. Logra así una curiosa comunión, especialmente notable porque, más allá de dos frases en español, la lengua podría ser una barrera infranqueable. Es importante señalar que al artista le interesa ser comprendido y, en momentos precisos, aunque puntuales se ofreció una traducción de sus textos que me pareció otro gesto amable. Lejos de buscar una reacción inmediata merced a una expresión vulgar, se buscaba una comunicación real a la hora de celebrar una auténtica fiesta en la que, como en toda fiesta, se celebraba algo esencial: la continuidad que es condición de la vida humana.

Las canciones eran rugidas por el auditorio y, entre ellos, mi hijo meditabundo y fascinado. A su edad es necesario nutrir su capacidad poética y en un mundo falto de mitos que no sean tristemente alucinatorios aquello podía servirle de alimento. Pese a mis dudas de partida, juzgué buena la condición próxima, pero sin confusión, con el personaje exaltado y el contenido de su figura: un hombre mayor sin ambigüedades, que conserva una vitalidad suficiente, amparado en la vida que narran sus textos: firme y pugnaz, porque sabe que la muerte no es el final. Un hombre que prolonga en su condición de “último superviviente” la alegría de vivir que compartió con los que no están y quiere seguir comunicando a los vivos. Había en su figura, empezando por una vestimenta formal – pese a ser moderna – y su actitud masculina sin ostentación, ni agresividad, un elemento cuyo valor fui reconociendo.

Hay arquetipos de mayor nobleza, no me cabe duda, pero también éste era bueno. Consentí en el espectáculo de “rock participativo” como decía Gustavo Bueno – con evidente desdén – y participé de esa comunión, cuya artificiosidad bien visible, no negaba su realidad. Este mito – que ostenta su ocaso – esconde un momento de melancolía. Su tiempo ha sido el del largo período de hegemonía de los Estados Unidos, cuya universalidad en entredicho, se prolongó en tres horas de música americana. Cuando aquello acabó mi hijo estaba encantado en un sentido casi literal, yo lo estaba menos porque desgraciadamente con la edad he perdido esa capacidad de entusiasmo y, quiera o no, veo las aristas de todos los arquetipos secundarios. Sólo acepto ya la verdad del único mito verdadero, cuya voz quisiera escuchar hasta el último aliento. Pese a todo, asistí a la fiesta de Bruce Springsteen y – me atrevería a decir – me pareció que era bueno.

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